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frivolidad:
Es melancólico, es... de antropófagos.
Lu Hsin le dio la razón:
Los platos se rompen, siempre. Basta un mínimo descuido, y después no
vale la pena lamentar lo que pasó.
Un rato después, Hin hablaba con el matrimonio, y les mostraba su caja de
lápices de colores, gracias a los cuales, decía, había ganado un concurso de pintura
unos días atrás. Lu se excusó un momento y salió a la galería externa, para
asomarse a lo que había sido la despensa y ahora, transformado en un confortable
y diminuto jardín de invierno, hacía las veces de departamento privado de la
señora Whu. Allí se pasaba todo el día bebiendo y mirando las montañas. Le pidió
una copa y se sentó a bebería en su compañía, sin hablar. El motivo de la visita
había sido preguntarle si cenaría con ellos, pero no vio motivos para decir nada,
después de todo.
Su ama de llaves había ido más allá del alcoholismo, en un salto elegante y
muy preciso. Ya era un oráculo del silencio; en esta ocasión de renunciar a hacerle
la más trivial de las preguntas, Lu Hsin veía la cifra de su misterio. Pero un
momento después ella habló, con su voz honda y noble de vieja; y fue para hacer
una observación muy pertinente sobre las lagartijas:
Puede decirles a sus comensales que no funden sus esperanzas en ellas. No
se reproducirán mecánicamente.
Había empezado a sospecharlo dijo Lu . ¿Pero por qué está tan segura?
Las tiras de huevos no asimilan el agua. No asimilarían el té, si se lo dieran.
Era muy sagaz de su parte. Aun puestas en el agua, esas tirillas se secaban.
Reclamaban la humedad ultramundana del amor. La señora Whu debía de saber
mucho de la asimilación de líquidos. El caso de las lagartijas era intrigante, pero su
condena no parecía tener apelación. Lu suspiró, y confesó no saber qué hacer al
respecto. La señora Whu se encogió de hombros, como si todo fuera muy fácil, una
vez que se aceptaba la fatalidad del fracaso.
Yo las dejaría en paz dijo.
Es lo que he tratado de hacer.
Pero nunca podría hacerlo lo suficiente. Después de todo, no sabía en qué
podía consistir dejar en paz a esos animálculos inexpresivos.
Salía una hermosa luna detrás de las montañas. Desde su puesto, la mujer
podía medir su ascenso sin moverse. Desde la sala venía el rumor de la
conversación y, muy apagado, el aroma de la comida en el fuego. De pronto, y sin
ninguna razón a la que pudiera darle nombre, Lu sacó el tema de Hin, cuya
vocecita de cristal se destacaba en el silencio de la noche: por lo visto, hacía buenas
migas con el matrimonio de científicos; ellos todavía no tenían hijos. La señora
Whu no respondió. Las sombras parecieron condensarse en la distracción de Lu
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Hsin; sin saber siquiera que hablaba, fue decir algo más, cualquier frase sin
importancia:
Hin...
En ese punto se interrumpió. La luna era el objeto que hacía inimaginable el
mareo. La oscuridad sedosa del cielo rozó los hombros de Lu. La palabra resonaba
en el silencio previo al mundo, y en la memoria. La insistencia había producido un
significado, y él supo que la señora Whu lo había oído. Le dirigió una mirada
subrepticia, con una inquietud que no había sentido en años. Ella miraba con
placidez un punto oscuro debajo de la luna. En la penumbra, su rostro muy
avejentado semejaba el de un guerrero, o una momia... Al cabo, la vio levantar la
copita y beber con el borde de los labios; miraba el reflejo de la luna en el círculo
inclinado de su aguardiente. ¡Lo sabía! Debía de saberlo. Se sintió aterrorizado, sin
querer reflexionar por qué. El espanto suele tener formas muy variadas, y Lu Hsin
tuvo la oportunidad esa noche de enfrentar una muy vaga y difusa. Tenía la
impresión de que se había abierto un abismo en algún sitio al que podían
encaminarse sus pasos. En ese gran vacío, volvió a oír la voz de la señora Whu:
El señor Hua no vino hoy.
No era la primera vez que manifestaba, en los momentos más intempestivos,
su interés por este amigo de su patrón. Lu creyó poder interpretar: lo ayudaría a
obtener lo que deseaba, si él la ayudaba a obtener al señor Hua. Podían dar por
terminado este entreacto. A modo de colofón, ella dijo con voz ahora arrastrada,
como si la bebida hubiera hecho efecto de pronto:
Me siento enferma.
Lu dejó la copa en la mesa (vacía) y salió. Estaba a punto de volver a entrar a
la sala, pero quiso quedarse un minuto más a solas. Dio unos pasos en el jardín, y
miró la escena por la ventana. Hin y los dos invitados conversaban sentados a la
mesa. Era tarde, y la niña estaba algo pálida. La vio levantarse, ir al armario y sacar
platos y cubiertos, tarea en la que la ayudó la joven científica. A veces, los seres
humanos parecen autómatas. Se dijo que todo en la vida corría siempre hacia un
punto de precipitación, y había que actuar en consecuencia: muy lento en
ocasiones, o muy rápido.
Le dio la espalda a la ventana y miró las estrellas. El espejo del cielo pensaba
por él, con la precipitación lentísima de las estrellas. Y en medio del cielo negro, la
cara de la luna, con sus grises imperceptibles. Recordó algo que le había dicho Hin
años atrás, cuando era chica: «La luna es un mapa». Entró a cenar.
Dos días después caía el cierre de la Gaceta, y Lu Hsin había hecho para
entonces su buena cuota de reflexión. Seguía dándole vueltas a esa idea de la
precipitación. En la vida de las personas, se decía, suceden cosas, y todo el mundo
lo sabe: pero nadie sabe nunca cuándo suceden. Y las consecuencias no eran de
ninguna utilidad como signos, porque en general sólo eran signos del
remordimiento. Sólo escribiendo lograba captar algo de la insensatez del instante:
lo demás le parecía excesivamente difícil. Les regaló las lagartijas que venía
tratando de criar desde hacía meses a los niños del barrio, y suprimió a último
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momento el artículo de fondo que había escrito para la Gaceta, una cosa u otra
sobre la hidroponia, la clase de tonterías que recortaban y guardaban en carpetas
sus lectores. A minutos de iniciar la impresión, se sentó a componer uno nuevo.
Un cambio de última hora era algo tan inusual en él que sus colaboradores
quedaron intrigados. Yin se encargó de interrogarlo, delicadamente. ¿Tenía que
ver acaso con su correspondencia con el ministro Chu?
¿La correspondencia...? preguntó Lu desconcertado. Tardó un momento
en recordar. No lo había pensado (en realidad, se había olvidado completamente
de esa carta), pero bien podía dejarles creer que así era. Lo negó, vagamente.
Escribió un editorial que se tituló: «La espera pueril», una sarcástica invectiva
contra el marxismo, al que renunciaba públicamente y denunciaba como una en-
fermedad de idiotas. El periódico se imprimió, y uno solo de sus colaboradores
presentó su renuncia ese mismo día (aunque ya había vuelto a trabajar para la
salida del número siguiente). Los demás, Yin incluido, no dijeron nada. El sonreía
pensando que, sin proponérselo, había creado una de esas situaciones en que a la
vez es preciso hacer algo con suma urgencia, y se han dado las condiciones de una
completa parálisis.
Del contenido de la carta de Chu En Lai nunca se supo nada. Lu Hsin terminó
extraviando el papel. Una carta no leída (un papel perdido o destruido) era el
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